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Lakers 1971-1972: el comando invencible

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19/01/2015 - 22:15

Cuando en mayo de 1969, Don Nelson anotaba el tiro ganador para sellar el séptimo partido de las Finales NBA, la brecha del mundo parecía que se abría en las mentes de los jugadores y aficionados locales, esos que defendían con entusiasmo los colores púrpura y oro. Los Angeles Lakers volvía a caer en una serie por el título, y volvía a hacerlo ante su recurrente pesadilla, los Boston Celtics. Para mayor recochineo, los preparatorios de ese séptimo y definitivo partido se habían llevado a cabo anticipando el resultado final, un desenlace que no concebía otra cosa que no fuera a los Lakers celebrando con júbilo el título. Un supuesto festín que vería al Forum de Inglewood estallar en un frenesí de gritos, globos y champagne.

Pero nada más lejos de la realidad. Heridos en su orgullo, los Celtics de Russell (compaginando labores de entrenador y jugador referencia) lograron vencer 106 – 108, dando una eterna lección de humildad deportiva a un equipo que aspiraba a ganar sin bajarse del autobús. Como se suele decir: la soberbia pasa factura. Todo ello a pesar de los incólumes esfuerzos procedentes del escolta angelino, Jerry West, cuyo derroche anotador (promedió 38 puntos por encuentro en la serie) no evitaron la tragedia final. Hasta día de hoy, West sigue siendo el único jugador de la historia en ser galardonado con el MVP de las Finales pese a formar parte del equipo perdedor.

Un año después se repetiría la misma historia, aunque esta vez ante distinto rival: los Knicks de Nueva York. Un séptimo partido decidía la suerte de ambas escuadras. Contexto en el que, como de costumbre, Los Angeles volvió a sucumbir. Tras lesionarse de gravedad en el muslo, los médicos le habían prohibido al capitán de los neoyorkinos, Willis Reed, participar en aquella decisiva cita. Haciendo caso omiso de los consejos médicos, y con la pierna infiltrada (no podía prácticamente caminar por la cancha), se enfundó de corto y jugó, aupando emocionalmente a sus camaradas, y alzándose con el primer anillo en la historia de la Gran Manzana. En el otro lado, solo se divisaban caras de estupefacción y de incredulidad. La confusión se entremezclaba con el amargor que produce una derrota así. Que desastre.

1962, 1963, 1965, 1966, 1968, 1969 y 1970. Los Lakers disputaron la Final de la NBA hasta siete veces en una década, y lo más dramático aún: perdieron en todas ellas. Resulta difícil convencer a cierta gente de que esta franquicia representó, durante un periodo de su historia, la arquetípica figura del “pupas”, ese ente colectivo incapaz de alcanzar el éxito y que se derrumba en los momentos decisivos.

"Fue la época más asquerosa de mi vida, llegué a pensar que jamás ganaría un campeonato", sentenciaría West años después.

No ganaban desde aquel lejano 1954, cuando todavía se encontraban instalados en la ciudad de Minneapolis. Algunos incluso se atrevían a hablar de esoterismo y karma universal, entendiendo que el traslado del equipo a Los Angeles (ocurrido en 1960), supuso una especie de maldición eterna. Surrealista explicación con la que también llegaría a coquetear la prensa.

Jerry West

Al margen de alocadas teorías, lo que tocaba en esos momentos de depresión infinita era desarrollar un análisis frio de la situación. Urgía autocrítica. Los altos mandatarios de la franquicia angelina debatieron el problema en sendas reuniones que se alargaban horas, e incluso días.

“Tenemos a los mejores jugadores del planeta en nuestro equipo (Wilt Chamberlain, Jerry West, Elgin Baylor, Gail Goodrich), las mejores instalaciones, mucha capacidad económica y una base social que se extiende a lo largo y ancho del país…¿Por qué coño no podemos ganar un campeonato de la NBA?”

Eso es lo que debieron preguntarse, en su fuero interno, el propietario y general manager en aquellos momentos: Jack Kent Cooke y Fred Schaus.

Tras muchas sesiones de diatribas e indagaciones, por fin empezaron a asomar respuestas. Boston Celtics y New York Knicks llevaban un decenio amargándoles la vida, si. Pero había que escarbar más allá de la reacción primaria. ¿Qué tenían en común ambos equipos? Eran conjuntos con mucho talento, sin duda, pero no contaban con figuras rutilantes capaces de anotar 40 o 50 puntos cada noche, algo que si tenían los Lakers. Si ganaban era porque su cualidad más sobresaliente era la capacidad de desterrar egos individuales en pos del beneficio colectivo. La fuerza del grupo, que suelen llamarlo. Un dedo de la mano no supone ningún peligro por si mismo, pero los cinco unidos forman un puño. Ahí se hallaba la “piedra roseta” que permitía resolver el rompecabezas. Todo ello coronado por el hecho de que, tantoCeltics como Knicks, contaban con dos líderes cuya mejor cualidad era su indomable espíritu ganador: Bill Russell y Willis Reed.

La conclusión estaba clara: si lo que se perseguía era una transformación en el juego y estilo del equipo, lo lógico era emprender un cambio en los banquillos. Durante la última década, en Los Angeles habían probado con todo. Si empezamos a contar desde la temporada inmediatamente anterior al traslado, este fue el desfile de entrenadores que pasaron por los Lakers: John Castellani, Jim Pollard, Fred Schaus (que luego se convertiría en general manager, como se especifica más arriba), Bill van Breda Kolff y Joseph Mullaney. Todos con idéntico resultado: fracaso.

A partir de ahí, el objetivo era encontrar a un entrenador que tuviera el conocimiento y la personalidad suficiente como para saber tratar a la concentrada cantidad de superestrellas que habitaban un mismo vestuario; y al mismo tiempo, soportar la presión mediática que supone trabajar en la ciudad más importante de California. Se barajaron muchos nombres, pero uno sobresalía por encima del de todos los demás: Bill Sharman.

El bueno de Bill era un hombre que conocía todos los secretos del juego. Había sido un destacado jugador en la universidad de Southern California y en los Boston Celtics tras aterrizar en la NBA. Su trayectoria como entrenador venía avalada por los sendos campeonatos conseguidos tanto en la ABL como en la ABA, logrados en 1962 y 1971 con Cleveland Pipers y Utah Stars, respectivamente.. A pesar de todo, su figura creaba cierto recelo en el aficionado angelino. Era un californiano de nacimiento, de acuerdo, pero había jugado para el eterno rival, Boston Celtics, y sus aptitudes como entrenador no se habían puesto a prueba en la NBA. ¿Era este el hombre destinado a llevarles a la tierra prometida? Difícil de creer en aquel momento.

En cualquier caso, en el verano de 1971 Bill Sharman se convertiría en el nuevo entrenador de los Lakers. Aceptó el cargo sabiendo a lo que se enfrentaba, pero dispuesto a imponer un orden que hasta entonces no había existido en el equipo. Como honorable veterano de la US Navy en la Segunda Guerra Mundial,  anhelaba trasladar conceptos de la rígida disciplina militar a los vestuarios del baloncesto profesional. Su primera medida fue redoblar las sesiones de entrenamiento a fin de conseguir un óptimo estado físico de los jugadores, a la par que perfeccionar la química grupal en cancha. Lo hizo aún sospechando que las dos mayores figuras de aquel equipo, Jerry West y Wilt Chamberlain, no se lo tomarían nada bien, acostumbrados a la libertad de acción en todos los sentidos. Un libertinaje consentido y alentado en cierta medida por los altos mandatarios.

“Sinceramente, estaba preocupado. No sabía si tipos como Wilt y Jerry estarían dispuestos a aceptar mi filosofía, ejemplificada en cosas como el pase largo tras saque de fondo y, en general, aumentar el ritmo de juego”, llegaría a declarar el propio Sharman.

Precisamente era esta la clave del asunto, crear un equipo que aunara cuatro pilares básicos: fortaleza mental, resistencia física, colectividad y ritmo alto de juego.

Mate de Wilt Chamberlain

Así pues, los Lakers se embarcaban en aquella temporada 1971-1972 enfrascados en un mar de incertidumbre. Contaban con un nuevo entrenador cuya filosofía era radicalmente antagónica al de todos los anteriores, y además sufrirían la baja por retirada de Elgin Baylor, uno de sus baluartes históricos. El talentoso alero no soportó más el rosario de lesiones y desgaste mental al que se había visto sometido durante tantos años, y prácticamente se vio obligado a colgar las zapatillas en noviembre de 1971, poniendo fin a un calvario insufrible. Un contratiempo importante para el equipo, y más aún en aquellas circunstancias de indescifrable futuro.

Los Lakers comenzaron la temporada bien, ganando sus primeros cuatro enfrentamientos, algo que serviría para inyectarles la necesaria dosis de confianza de la que habían adolecido otros años. Tras un mes de competición, noviembre se abría con un interesante enfrentamiento en casa ante los Baltimore Bullets de Gus Johnson y Earl “The Pearl” Monroe. Un buen partido que se resolvería a favor de los locales por un resultado de 110 – 106. A partir de ahí, nada volvió a ser igual.

New York, Chicago, Philadelphia, Seattle, Portland, Boston, Cleveland…uno tras otro fueron cayendo a manos de la nueva maquinaria diseñada por Sharman. Cuando el calendario alcanzó diciembre, los Lakers cayeron en la cuenta de que habían transitado imbatidos por el mes anterior. Trece victorias de relumbrón donde mostraron un juego sustancialmente diferente al de otras temporadas. Pero…¿Por qué parar ahí? La voraz hambre competitiva del equipo no parecía saciarse, y su espíritu crecía a cada partido que jugaban.

En diciembre aplastarían, entre otros, a los Boston Celtics por 124 – 111. Después a Philadelphia 76ers por 131 – 116.  A los Portland Trail Blazers por 123– 107. Siguió una paliza sonrojante a Golden State Warriors por 129 – 99. Nueva embestida al día siguiente en Phoenix (132 – 106). Orgía ofensiva ante Philadelphia registrada en el 154 – 132… etc, etc, etc.

Las victorias caían de la misma forma que se desprende la fruta madura del árbol. Se convirtieron en pura rutina: 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 32 y 33. Ahí se paró la cuenta. Los Angeles Lakers habían logrado ganar 33 veces consecutivas, la mejor marca en la historia del deporte norteamericano. El diagnóstico por parte de rivales, prensa y aficionados no dejaba lugar a dudas: eran un rodillo auténticamente imparable. El mejor que se había creado hasta la fecha.

La racha se cortaría el 9 de enero ante los Milwaukee Bucks, vigentes campeones y uno de los cocos de la competición por mérito de su dupla Kareem Abdul Jabbar – Oscar Robertson. Pero ya daba igual, para entonces ya habían pasado a la historia.

Para comprender con mayor exactitud la razón de semejante cambio, hay que profundizar en la relación que Bill Sharman logró establecer con el gigante del equipo, el “goliath” más carismático de la NBA: Wilt Chamberlain.

Hasta ese momento, “The Big Dipper” estaba acostumbrado a dominar, desde un punto de vista individual, la liga. Para él, jugar al baloncesto era tan fácil como resolver un simple crucigrama. Su figura era mastodóntica en todos los sentidos. Había batido todos los records estadísticos, habidos y por haber, porque sencillamente no existían límites terrenales para sus capacidades. Esas inhumanas cualidades se habían materializado en gestas de valor incalculable: 55 rebotes en un partido, liderar la liga en asistencias siendo pívot, la legendaria noche de los 100 puntos en Hershey…records que permanecerían intocables a pesar del paso del tiempo. ¿Qué era Wilt? Se preguntaban muchos. Un superhombre, un milagro de la genética. El adelanto evolutivo.

Sin embargo, lo que algunos nunca lograron entender es que detrás de esa mole de 2,16 metros de altura y 140 kilos de peso, existía un ser humano que sentía, sufría y padecía como cualquier otro.

Wilt Chamberlain - portada de SI

Durante su extensa carrera, el bestial derroche individual de Chamberlain no logró traducirse en éxitos colectivos. Tan solo el campeonato de 1967, obtenido con la camiseta de los 76ers, disimulaba una trayectoria plagada de fracasos. Una y otra vez se había estrellado en el punto decisivo de la temporada: las Finales de la NBA. La prensa le acosaba y le tildaba constantemente de “perdedor”, algo que no mezclaba bien con un carácter genuino y desenfadado, demasiado para los valores morales que imperaban en la época. En cierto sentido, el tratamiento mediático que rodeó a Chamberlain recuerda mucho al que sufrió Lebron James. Dos seres humanos encerrados en cuerpos atléticamente perfectos, tal vez demasiado perfectos, porque generan a su alrededor un nivel de exigencia disparatado.

"No one roots for goliath"(nadie está de parte de goliath), llegaría a expresar el jugador, en una de sus frases más célebres.

Bill Sharman sabía lo que representaba Wilt, tanto deportiva como socialmente, y también era consciente de sus disputas con anteriores entrenadores. La manera de abordarle, y de conseguir llegar hasta él, se antojaba complicada. Similar examen al que tuvo que enfrentarse Phil Jackson con Dennis Rodman, por citar un ejemplo conocido. Cierta libertad fuera de cancha debía conjugarse con una entrega máxima dentro de ella. El entrenador californiano conocía de sobra el inabarcable repertorio anotador de Chamberlain, pero no era necesaria tanta producción de puntos cuando el equipo contaba con grandes armas ofensivas como West, Goodrich, y en menor medida, McMillian. Más bien al contrario, lo que buscaba de él es que ejecutara un papel homologable al del mejor Bill Russell. Es decir, que fuera un terror incontrolable en defensa, y que ayudara a coordinar el ataque merced a su excepcional visión de juego. Para lograr reconvertirle como jugador era necesario tocar su orgullo.

“Si todos dicen que solo eres una máquina de anotar que no sabe ganar, demuéstrales que están equivocados”, le espetaría Sharman en más de una ocasión.

Dicho y hecho. La transformación estilística de Wilt Chamberlain elevó la capacidad competitiva de los Lakers. Reconvirtiéndose como “pívot-total”, al molde de un Walton, un Duncan o un Bill Russell (su eterno némesis y con el que había tenido incontables batallas), logró disimular los errores cometidos por sus compañeros, al mismo tiempo que impulsaba sus virtudes. Como prueba más palpable del cambio: si en 1962 había promediado 50 puntos por partido durante toda la temporada, una década después encestaba algo más de 14 puntos por velada (eso sí, acompañados de 20 rebotes, más de 4 asistencias y un sinfín de tapones que no quedaron registrados por la normativa de entonces). Lograría sacrificar estadísticas individuales en favor del movimiento de balón y de una mejora incuantificable en defensa (terminaría formando parte del primer quinteto defensivo en el curso 1971-1972). Sus propios compañeros lo resumían con estas palabras:

“Cuando Sharman llegó y dijo ‘vamos a hacer las cosas de esta forma’, creo que Wilt, que era un tipo muy orgulloso como el resto de jugadores, respondió: ‘bueno, esta es la forma en la que lo hicieron los Celtics de Russell, y tuvieron éxito. Yo soy igual de bueno que Russell. Voy a demostrar que puedo ser igual de bueno que él, y sinceramente, si hubiera tenido el mismo equipo que Boston, podría haber ganado muchos más campeonatos”, relataba Gail Goodrich.

Bill Sharman detallaba la psicología aplicada a Chamberlain en los siguientes términos:

“Yo no le dirigía como dirigía a otros jugadores. A otros jugadores les decía, ‘quiero que hagas el bloqueo y continuación hacia canasta’. Con Wilt, sin embargo, simplemente decía: ‘¿Qué crees que deberíamos hacer? ¿Jugar al poste alto o al poste bajo?’, y después añadía: ‘Wilt, creo que eso es una gran idea. Vamos a hacerlo como dices’. Intentaba hacerle creer que todo era idea suya. Y gracias a eso salía ahí fuera y se partía el alma para conseguirlo. Si le hubiera dicho ‘haz esto o haz lo otro’, creo que no habría reaccionado igual”.

Hasta el propio Chamberlain ofrecía su opinión al respecto en una entrevista concedida al Los Angeles Times en marzo de 1972:

“La diferencia es que ahora no tengo que comerme la cabeza en ataque porque Jerry, Gail o Jim son capaces de lograrlo. Es una especie de bendición para nosotros porque ahora puedo concentrarme en la defensa y parar posibles contrataques.

Sharman es un tipo astuto para esto del baloncesto. Ha jugado en la NBA, conoce como son los profesionales y sabe lidiar con ellos. Consigue que hagan lo que es mejor para el equipo. También escucha mucho a los jugadores, y eso ayuda bastante.

No me importa no estar anotando tanto. Sinceramente no lo echo de menos porque tengo el suficiente ego como para pensar que puedo anotar cuando me plazca. Ahora bien, no creo ser el único jugador que tiene ego. Creo que Jerry West tiene uno…Flynn Robinson tiene uno…hasta el novato del banquillo lo tiene. La diferencia entre los demás y yo es que yo ya no tengo nada que demostrar.”

Con el gigante indomable motivado, sumado a un back-court de auténtico lujo compuesto por West y Goodrich, y en general, un equipo repleto de piezas de gran utilidad y rendimiento (Jim McMillian, Happy Hairston, Keith Erickson, Flynn Robinson, Leroy Ellis, Pat Riley, etc), los Lakers terminarían la temporada con un sobresaliente record de 69 victorias y 13 derrotas, el mejor de toda la NBA y marca histórica tope hasta que los Chicago Bulls la rompieron en 1996 (72 victorias y 10 derrotas). Por el camino, seguirían en su línea habitual de abrir en canal a los rivales, como muestra el hecho de que a finales de marzo ganaran por 63 puntos de diferencia (162-99) a los Warriors. Terrible humillación que supera la propia lógica competitiva. Pero así era este equipo, un vendaval ofensivo que se traduciría en 81 partidos (de 82 posibles) superando la cifra de los 100 puntos anotados.

Gail Goodrich - Good Answer

No obstante, la temporada ni mucho menos había concluído. Más bien al contrario, alcanzaba el punto álgido de la misma: los playoffs por el título.

En primera ronda se enfrentaron a los Chicago Bulls (entonces emplazados en la Conferencia Oeste), un duelo que en ningún momento presentó peligro alguno para el conjunto angelino. Tras cosechar un barrido incontestable, esperaban en Finales de Conferencia los temibles Milwaukee Bucks, esos mismos que les habían eliminado el año anterior y en el mismo escenario.

El duelo entre Kareem Abdul Jabbar y Wilt Chamberlain se antojaba muy especial. Era un choque de titanes apoteósico, como en los relatos escritos de la antigua Grecia. Juventud contra veteranía, delicadeza contra fortaleza…en suma, un guión de película. Era como si el destino final del juego se concentrara en aquel emparejamiento, del que por momento parecía que brotaban truenos estruendosos en forma de mates y tapones.

Aunque los Bucks lograron hacerse con el primer encuentro merced a un esfuerzo defensivo soslayable, los Lakers terminarían haciéndose con la serie por un resultado de cuatro victorias frente a dos derrotas. Especial relevancia tendría el “game 2”, un derroche de auténtica magia baloncestística que pasaría a adornar todas las hemerotecas.

Así las cosas, esperaban en las Finales los New York Knicks, el mismo equipo que hundió sus corazones en la miseria tan solo dos años atrás, en 1970. No es que los Lakers simplemente reclamaran venganza, es que no habían dejado de pensar en ese séptimo partido ni un solo día de los 730 que transcurrieron entre ambas finales.

En esta ocasión, el duelo estrella tendría lugar en los banquillos, con el enfrentamiento entre dos estrategas de primer nivel: Red Holzman y Bill Sharman. Como dato anecdótico, en uno y otro equipo se situaban dos jugadores de rotación que aportaban la dosis necesaria de brega defensiva: Phil Jackson y Pat Riley. Esos que, muchos años después, se convertirían por si mismos en maestros de la pizarra. Visto en retrospectiva, la cosa tenía morbo.

El balón echó a rodar el 26 de abril en el Forum de Inglewood, dispuesto a depararnos un espectáculo grandioso. Aunque los Lakers volvieron a comenzar la serie con una derrota en la que ni Chamberlain ni West estuvieron especialmente inspirados, los cuatro partidos siguientes no dejarían lugar a la duda. Fueron un festival de baloncesto perfectamente ejecutado y coordinado en ambos lados de la cancha, aderezado de un ritmo frenético que aportaba diversión en cantidades industriales. Pases tras saque de fondo que recorrían la cancha entera, rebotes por doquier y hervidero de tapones, obra personal de Wilt Chamberlain. Sucesión infinita de cortes hacia canasta, cortesía de Jim McMillian. Dirección maestra a cargo de Jerry West. Derroche en el tiro de exterior por parte de Gail Goodrich. Intendencia y testiculina aportada por Leroy Ellis y Pat Riley.

Todo, absolutamente todo, salió a pedir de boca.

Por fin, después de casi dos décadas, los Lakers lograban ganar un campeonato de la NBA. El primero conseguido en Los Ángeles. La celebración fue como el despertar de un poderoso torrente de sentimientos que se habían mantenido reprimidos durante demasiado tiempo. El alivio, la paz. Esas fueron las emociones que inundaron el vestuario angelino en los instantes sucesivos a la conquista del tan ansiado título.

Y por encima de todo, la felicidad de dos jugadores que soñaron con ese momento más que ningún otro: Jerry West (primer y único título en su haber) y Wilt Chamberlain, que sería galardonado con el MVP de las Finales. “Puedo ser igual de bueno que Bill Russell y lo voy a demostrar”, había asegurado meses antes. Vaya si lo demostró, y en los mismos términos que su archienemigo deportivo (aunque fiel amigo en lo personal).

Muchas décadas después, la hazaña de esos Lakers de la 1971-1972 sigue anclada en el subconsciente colectivo del organigrama NBA. Cuando a día de hoy se les pregunta a los protagonistas de aquel año sobre su campeonato, y sobre las 33 victorias consecutivas, solo encontramos respuestas plagadas de nostalgia y satisfacción por el trabajo bien hecho:

“Siempre he pensado que los records están para ser superados, pero no creo que nadie supere este. Es muy difícil. Es casi como ganar media temporada entera. Sobre todo hoy, en el que los jugadores cambian constantemente de equipo como resultado de la agencia libre. Creo que va a ser muy difícil batirlo”, declaraba Gail Goodrich.

“Fue un año mágico. Eso es lo que fue. Todo funcionó perfectamente. Teníamos tiro exterior. Teníamos rebote, capacidad de taponar…Fuimos el mejor equipo reboteador de la temporada. Creo que dos de nuestros jugadores, Chamberlain y Hairston, cogieron más de mil rebotes ese año. Si hubieran contabilizado estadísticamente el número de robos que logramos…oh dios mío, te aseguro que nadie podría acercarse a esa cifra. Nadie. Fue uno de esos equipos únicos que no se suelen ver frecuentemente”, añadía Jerry West.

Wilt Chamberlain tras saque de fondo

En suma, un acontecimiento deportivo histórico. El valor de aquellos Lakers es trascendental, no solo por el hecho individual en si, sino porque sirvió para marcar el inicio de un legado competitivo en el que la franquicia quedaría definitivamente instalada. A partir de ese momento, los Lakers dejaron de ser el “pupas”.

Al igual que el Brasil de Pele, el Real Madrid de Di Stefano, o los Yankees de Babe Ruth, la importancia de aquellos Lakers trasciende épocas y fronteras. Esa es su verdadera esencia.

 


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